LOS ESCRITORES ARGENTINOS Y BUENOS AIRES

12 de febrero de 1937

LOS ESCRITORES ARGENTINOS Y BUENOS AIRES

Hay escritores (y lectores) que juran que ser escritor y ser argentino es una especie de contradicción, y casi de imposibilidad. Sin ir tan lejos, me atrevo a sospechar que ser porteño es uno de los actos mas imprudentes que se pueden cometer en Buenos Aires. Mejor dicho: de los actos que no se pueden, que no se deben, que decididamente no conviene cometer en Buenos Aires. La razón es clara: los porteños carecemos de todo encanto exótico y somos demasiados para el préstamo de socorros mutuos. Un hombre puede esperar que lo ayude otro hombre; nadie puede esperar que lo ayuden ochocientos mil hombres. Sólo en la Boca del Riachuelo se ha organizado una especie de clan: vale decir, en el único punto de Buenos Aires que en nada se parece a Buenos Aires, en el único barrio al que concurren turistas de otros barrios… El escritor porteño que no ha tomado la precaución elemental de ser boquense, está solo. Ni siquiera los prestigios de la miseria pueden salvarlo. Haber padecido hambre en el Puerto es un rasgo romántico; haberla padecido en el Centro, en Palermo o en San Cristóbal es meramente incómodo, y no puede exornar una biografía. Hay quienes imaginan que el barrio Norte impone a Buenos Aires sus escritores; están en un error. Al barrio Norte (a la categoría social más que topográfica que entendemos por barrio Norte) no le interesa la exaltación de un individuo sobre los otros. Tampoco se deja encandilar demasiado por la rédame. Barrio criollo al fin —barrio tan criollo como el de Mataderos o el bajo de Belgrano—, propende menos a la veneración que a la burla o a la incredulidad. Sufre de una superstición, eso sí: la ilimitada preferencia de todo lo popular y vernáculo. Ricardo Güiraldes publicó Xaimaca y nadie chistó. Fue necesario que exaltara a los troperos en Don Segundo Sombra para que el barrio Norte se entusiasmara, y los otros, después. Hablo de hace diez años. Flores y Lomas de Zamora (también esos dos nombres tienen aquí un valor social y no topográfico) opusieron, bien lo recuerdo, alguna resistencia: Zogoibi les parecía mejor escrito…

No sé hasta dónde las observaciones que he señalado pueden ser de alguna sorpresa para mi lector. Para mí, son meros axiomas, perogrulladas. Siempre las juzgué así. Por eso nunca me cuidé de anotarlas, hasta que el otro día, el inocente azar me enfrentó con un par de quejumbres —oral la una, escrita la otra; sincerísimas las dos— sobre los arduos y especiales tropiezos que el escritor de tierra adentro halla en Buenos Aires y sobre la glacial inhospitalidad literaria de esta ciudad. Ambos quejosos —el oral y el escrito— la comparaban, inevitablemente, con Cartago: metrópolis nebulosa de cuyos gustos y disgustos artísticos sabemos, por otra parte, muy poco. Escuché esas quejumbres, y mi primer movimiento fue de estupor. Más tarde recordé las amargas y resignadas palabras de Mr. Andrew Lang: «Es absurdo enemistarse con las personas porque éstas no comparten exactamente nuestras preferencias literarias. Lo cierto es que a la mayoría de las personas no les interesan los libros». Si Mr. Andrew Lang pudo escribir esas palabras en el más literario de los países, en Inglaterra, ¿qué indiferencia artística no cabe presuponer en nuestra ciudad? ¿Qué error más fácil en un escritor provinciano que el de imputar esa indiferencia normal a su condición —relativa— de forastero? ¿Qué tentación como atribuir cualquier disfavor de la suerte a una razón impersonal, general?

Los hechos, por lo demás, están refutando esa hipótesis melancólica. Lugones, Martínez Estanda, Capdevila son los primeros escritores de la república. Nadie ha pretendido que el rasgo de ser santafecino el segundo y cordobeses los otros, los descalificara para ese puesto. Evaristo Carriego, entrerriano, sigue siendo el poeta tutelar de las orillas de Buenos Aires. El fantasma glorioso de Florencio Sánchez preside nuestro teatro, así como Bartolomé Hidalgo nuestra poesía gauchesca. No hay otro poeta de las cosas criollas que goce del renombre meritísimo de Fernán Silva Valdés, también de la «otra banda». Borrajeo estas notas en Adrogué, sin libros de consulta; el curioso lector puede interrogar los eruditos índices de la Historia de la literatura argentina del eminente santiagueño Ricardo Rojas y acumular ejemplos adicionales. Por lo pronto Sarmiento, Alberdi, el deán Funes, Juan Crisóstomo Lafinur, Hilario Ascasubi, Gervasio Méndez, Olegario Andrade, Marcos Sastre, Fernández Espiro.

Esta enumeración no es un panegírico de la inútil generosidad de Buenos Aires, desconocida y maltratada por los ingratos. Es, más bien, una prueba de la esencial identidad de todos los hombres de esta porción de América. Identidad del espíritu y de la sangre. Yo, por ejemplo, soy porteño, hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de porteños; pero (por otras ramas) tengo ascendientes que nacieron en Córdoba, en el Rosario, en Montevideo, en Mercedes, en Paraná, en San Juan, en San Luis, en Pamplona, en Lisboa, en Hanley, en… Es decir: soy el porteño típico. Mejor dicho: sólo me falta sangre italiana para ser el porteño típico…

Ya ha sido resuelto hace tiempo el enojoso debate de las provincias contra Buenos Aires. Inútil renovar en el papel las antiguas discordias de Pavón y de la Cañada de la Cruz. Descontados los escritores porteños, descontada la clara tradición de Vicente Fidel López y de Echeverría, nadie le discutirá a Buenos Aires un incomparable valor: su valor de acicate doloroso y de estímulo insomne. Argüir que la poesía —o cualquier otra forma de la cultura— se da mejor en la campaña que en la ciudad es un mero resabio del prejuicio fatigado y sentimental que ha producido obras tan falsas como el Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea. Nuestra literatura gaucha —acaso el género más original de este continente— siempre se elaboró en Buenos Aires. Salvo el coronel Ascasubi —de quien la historia cuenta que nació en Córdoba, y las historias o la tradición que en Montevideo—, todos sus cultores fueron porteños, desde Estanislao del Campo a Eduardo Gutiérrez, desde el autor de El gaucho Martín Fierro al de Don Segundo. Entiendo que esa unanimidad no es casual; alguna vez dilucidaré sus razones.

 

 

 

Borges Jorge Luis – Textos Publicados En La Revista Hogar

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