Aurorita
Yo no quería andar sin rueditas. No era por miedo a caerme, era por miedo a no lograrlo, a fracasar. Mi padre siempre me decía que no me apure, que ese día llegaría cuando yo estuviera listo. Eso me aliviaba, al menos en ese momento.
Mi bici era una aurorita roja, bajita, con manubrios gruesos y frenos a pedal. Dos pequeñas rueditas a los costados la sostenían. Yo quería montarla todos los días pero no me dejaban ir solo al parque y papá cada vez estaba menos disponible. Había que esperar al sábado. A esa edad yo no entendía de calendarios, sólo sabía de ansiedades y las esperas se hacían largas.
El parque era inmenso (hoy sé que ocupa sólo una manzana) y estaba a solo dos calles de mi casa, pero un río de coches lo hacía prohibitivamente lejano para mí. Si me portaba bien tendría mi recompensa; la bici, el parque y todo papá para mí.
Todos los sábados compartidos con mi padre, en el recuerdo, son un solo sábado. Lo encontré sentado en su sillón de cuero, delante de su enorme biblioteca. En un disco de vinilo giraba la sinfonía del nuevo mundo, de Dvorak. Cuando me vio entrar al salón, cerró su libro, se quitó las gafas y con voz cómplice me ofreció el cielo:–¿Vamos al parque?, me dijo, y mi cara se iluminó.
Fui corriendo a buscar mi bicicleta. Él se encargó de inflar las gomas, de poner aceite en la cadena, y de probar los frenos. Yo podía sentir en el aire que algo especial estaba por ocurrir, pero el entusiasmo es ciego al riesgo. Apenas cruzamos la puerta, mis piernas comenzaron a darle fuerza a los pedales. La bici era como un rayo. Cuando llegamos al parque anduve un largo rato. Él me miraba a la distancia y sonreía. Yo giraba en círculos volviendo siempre hacia él.
Cuando me detuve, me miró y me dijo, –Hoy es un gran día para quitarle las rueditas, ¿no crees?– Yo lo miré con recelo. No quería decir que sí. Tampoco quería decir que no. Ganó el silencio. Decidido, él se arrodilló y con una pinza que traía en su bolsillo comenzó a aflojar las rueditas. Mis piernas también parecían aflojarse.
–¿Qué te parece si las quitamos y yo te voy sosteniendo con mi mano?– No podía negarme. La mano de papá era mucho más fuerte que mil rueditas juntas. No tardó ni dos minutos en dejar a mi enana bici roja como una moto. Hasta había crecido en tamaño, parecía una bici para grandes. Sin decir nada, me monté en el peligro y me lancé a la aventura. Él me sostenía. Sentía sus dos manos. Una en mi espalda, la otra en el hierro, sobre la rueda trasera. Pedaleaba mirando hacia él. Toda su cara era una sonrisa. –Hacia delante, mira hacia delante, siempre debes mirar hacia delante–, me decía con entusiasmo. Poco a poco yo me iba convenciendo. Lo miraba cada vez menos. Mis pies se animaban, la velocidad crecía. El viento en mi cara era un vértigo y el parque se me hacía pequeño, conquistable. De pronto la hierba se convirtió en piedra. Había tomado un sendero de ladrillos que cruzaba el parque como una cicatriz. El sonido de las ruedas era distinto, el esfuerzo parecía el mismo. Con el calor de papá en mi espalda me atrevía a todo. Fue en ese momento que me di cuenta que hacía mucho tiempo, demasiado tiempo, que no volteaba mi cabeza. Tal vez porque lo sentía cerca, tal vez porque el vértigo ya me había conquistado a mí. Cuando miré hacia atrás se derrumbó el mundo. Mi padre sonreía y me saludaba a unos setenta metros de distancia. En ese instante me di cuenta que estaba solo.
–Seguí, seguí, lo estás haciendo solo, y muy bien. Seguí, gritaba. –Hacia delante, siempre hacia delante, nunca mires hacia atrás– Lo gritaba con las manos en la cara, como si fueran un megáfono. Me temblaron las piernas. Quise mirar hacia delante pero ya no había parque, ni sendero. Todo era abismo. El manubrio titubeó y mi cuerpo se desestabilizó. Destartalado, caí aparatosamente en las piedras rojas como una bolsa de escombros. Desde el suelo veía la rueda de la bici girando en el aire. Tenía sabor a sangre en la boca. Mi rodilla era una raspón de fresa. Me dolía menos el golpe que el abandono. Mi padre corrió hacia mí. Mientras me felicitaba, me revisaba y se cercioraba de que estuviera entero.
–Es sólo un rasguño-. Me dijo. –Le ponemos un poco de alcohol y listo–. Sacó del bolsillo de su chaqueta algodón y un frasco de alcohol. Allí me di cuenta de que todo lo había previsto; el desafío, la confianza, el viento sobre mi cara, también la sangre y el golpe. No recuerdo haber llorado. Me sentía traicionado. Había confiado en él y ahora su palabra estaba rota.
Mientras curaba mis heridas me quería convencer de lo bien que yo lo había hecho, que había andado sólo un largo trecho sin ayuda de nadie, que fue por mirar hacia atrás que me caí, que mirar hacia atrás es lo que te hace perder el equilibrio, siempre.
Me miró, vio mis ojos vidriosos y supo que sus palabras no eran suficiente para calmar el dolor que yo sentía. Fue en ese momento cuando tomó coraje. Tragó aire, suspiró hondo, me tomó la cara con sus dos manos y me dijo las palabras más duras que se le puede decir a un hijo:
–Hay algo que tienes que saber: papá está muy enfermo. Más pronto que tarde deberás andar tú solo en bicicleta, pero quiero que recuerdes siempre esta lección que hoy grabaste a sangre en tu cuerpo: hacia delante, no importa lo que pase, tú siempre mira hacia delante.
Esteban Pinotti